En una de esas noches impredecibles de San Diego, Pedro caminaba por las calles del Gaslamp Quarter, su guitarra colgando a su espalda, cuando un hombre apareció de la nada. Era su manager, con una expresión de urgencia en el rostro y la típica prisa de quien sabe que el tiempo apremia.
“Pedro, ¿puedes actuar esta noche?” le preguntó, casi sin respiración.
Pedro se detuvo un instante, el sonido del tráfico y las voces lejanas de los bares y restaurantes de la ciudad resonaban en el aire. San Diego siempre tenía algo impredecible, un ritmo único que parecía no descansar nunca, pero esa noche, algo en su interior le decía que las cosas no serían como siempre. La pregunta lo tomó por sorpresa. ¿Actuar esta noche? Él, que normalmente prefería la tranquilidad de sus composiciones en solitario, no estaba del todo preparado.
Lo miró, pensativo, mientras el frío viento del mar se colaba entre sus cabellos. Estaba agotado, sus manos aún dolían por los ensayos de la mañana, y no había planeado presentarse en ningún escenario esa noche.
Pero entonces, la ciudad, ese crisol de oportunidades y caos que siempre lo había inspirado, se materializó frente a él. Pensó en las horas que había invertido en componer su música, en las veces que se había quedado despierto hasta el amanecer, perfeccionando sus acordes. El momento era ahora.
“Sí,” respondió con seguridad, aunque por dentro sentía una mezcla de incertidumbre y emoción. “Sí, puedo hacerlo.”
El manager sonrió, aliviado. “Perfecto, nos vemos en el escenario en 30 minutos.”
Pedro se giró y, mientras caminaba hacia el local, sintió el peso de la ciudad en sus hombros, pero también su libertad. San Diego nunca dejaba de sorprenderlo, y esa noche, él sería parte de su magia impredecible.